Lo que pasa cuando acabas 'El Invencible verano de Liliana'
Sobre el llanto irrefrenable por la belleza suprema: la de las hermanas.
Leo ‘El invencible verano de Liliana’. Llueve. Llueve y hace frío en la calle y también dentro, en el pecho, en los ojos. Pero es un frío diferente al que esperaría. Al que temia cuando comencé el libro.
Leo cómo Cristina Rivera Garza escribió a su hermana Liliana una carta en la que hablaba sobre las ganas de vivir. Era marzo de 1990. En julio de 1990, Liliana fue asesinada. No importaron sus ganas de vivir, su deseo de salir de allí. No importó nada porque él —el novio— decidió por ella y el fuego arde y quema cuando sabes que no ha cumplido condena.
De este libro me tiene fascinada el tratamiento del dolor. La ausencia de ira. De venganza. Me sorprende, la verdad, porque me es ajeno. Porque no creo que pudiera hacerlo.
Leo ‘El invencible verano de Liliana’ mientras (no simultáneamente, me entienden) escucho 'El Marido’ de Ciberlocutorio. Necesité tres intentos para poder escuchar la primera parte. No podía soportarlo. No sé si podría repetirlo.
Leo y escucho estos días, también, a y sobre Giselle Pelicot. Me asombra su entereza, su objetivo claro. Su voz: que la vergüenza cambie de bando. De nuevo, la sorpresa. El ¿orgullo? de ver a otras haciendo lo que me sé incapaz.
Somos muchas las que poco a poco levantamos la mano. Con miedo, susto y mucha vergüenza. Pero con un dedo acusador que finge firmeza. Con un dedo que señala a los que todos estos años deberían haberse escondido. Haberse cambiado de trabajo, de barrio, de líneas de metro.
Leo a Cristina Rivera Garza y pienso mucho en el dolor, en la memoria, en la reparación imposible. Y en la palabra. En la necesidad de poner nombre. “La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena”.
Pienso en la fuerza, también. Y en el tiempo. “Es mentira que el tiempo pasa. El tiempo se atora”. Ella necesitó treinta años para poder hablar de su hermana. De su feminicidio. De su hermana favorita. De su infancia, su adolescencia, su madurez huérfana.
Pienso en el tiempo y su subjetividad, en cómo se expande y se condensa. En los juicios. En las injusticias diarias escindidas en una simple palabra detrás de esos seis, treinta años. “La rabia se parece mucho a la resignación. La impotencia al espanto”.
Pienso en el tiempo y me quedo clavada. No existe. Y es mejor así.
Llego a la estación de Sol con la última frase de Cristina Rivera Garza. Si no estuviera en ese infierno que es el Cercanías, me habría puesto a llorar sin consuelo. Lo hago un poco —la mascarilla y la mirada al suelo lo ocultan, Madrid es el paraíso y el infierno del anonimato—.
¿Por qué lloro?
No es lo que parece. El libro no es especialmente triste. No es, en absoluto, un melodrama. Es un libro, simplemente, real. Con lo difícil que es eso.
Rivera Garza relata sus intentos, treinta años después, de dar con el expediente del feminicidio de su hermana. Como no lo encuentra, pasa a relatar ahora la vida de su hermana, de esa chica que tuvo quince años y a la que mataron rondando los veinte. Encuentra sus cartas, sus notas, y las copia. Encuentra a sus amigos, a sus amigas. Y las cuenta. También cuenta las frustraciones, los secretos treinta años después. La historia de sus padres, la suya misma. Ese es el libro. Tan real, tan bello.
Pero creo que ese no es el motivo de mi llanto. ¿Por qué siento el pecho agarrotado?
El otro día hablaba con Miren sobre él (el libro) y mencionó la potencia de la relación de las hermanas. Yo, que aún iba casi por el principio, creí entender a lo que se refería. Pero no. Porque no lo entiendes hasta que acaba el libro. Hasta que a Cristina teclea ese “Quiero nadar, como siempre lo hice, al lado de mi hermana”.
Y cierras y ves los ojos de Liliana. Y te vas tú también a todas las albercas del mundo, al olor a cloro.
He ido a escribir a Ana para contarle que ya lo había terminado y se lo podía prestar. Lo primero que me ha salido ha sido un: “¿tienes hermanas?”. No lo he escrito. No podría explicarlo.
Creo que lloro porque mis hermanas están a casi 500 kilómetros de distancia y jamás entenderían que las abrazara como quiero hacerlo ahora mismo. Nosotras no somos ‘de esas’.